25 de abril de 2013

EL HOMBRE CON LA CÁMARA (1929)

Dos protagonistas: la cámara y la URSS... Un experimento que vislumbra la plena autonomía del cine y un documental del entonces misterioso imperio soviético...

      

Dziga Vertov no quería saber nada con escenarios, actores, puestas en escena, guiones, adaptaciones o cosas por el estilo. Él sólo quería mostrarnos lo que era el cine en toda su plenitud, un nuevo arte, capaz de mostrarnos la vida cotidiana de cualquier ciudad (en este caso la misma Odessa de El Acorazado Potemkin) con todo naturalismo, pero a través de un ojo que llega a ser más poderoso que el humano. A diferencia del documental de Berlín, en donde la capital alemana constituye el centro de la atención, acá lo que importa es la sociedad rusa en general, que casualmente no es muy diferente a la de muchas otras del mundo occidental conforme la película va avanzando: trenes que llegan a una ciudad solitaria durante el amanecer, con algunos mendigos desperdigados por aquí y por allá, maniquíes que son testigos silenciosos de lo que está a punto de acontecer, fábricas que esperan amenazadoramente que se abran sus puertas y entre el tropel de obreros, símbolo del poder de la URSS...
Estamos aún en la era muda. El sonido no es necesario, porque lo único que importa es lo que veremos, pero más trascendente que ello es cómo lo veremos. Allí está el camarógrafo arriesgando su vida escalando a edificios o sentándose sobre una locomotora para conseguir el mejor ángulo... o simplemente, sin cansarse, se pasea con su trípode por bares, canchas de fútbol, avenidas repletas de automóviles y tranvías, fábricas en pleno proceso productivo, manifestaciones, etc. Así nos muestra a un país que trabaja, que no se detiene, que está vivo en todo momento, como si quisiera enviar un mensaje a Occidente y advertirle que la Rusia de Stalin es una auténtica potencia, en la que además hay tiempo para el ocio, pues tras el final de la jornada laboral, son los vasos de cerveza los que llaman la atención del espectador, así como los juegos de azar y el mismo ajedrez, deporte-ciencia del cual precisamente los rusos siempre han podido sentirse orgullosos por contar con los más talentosos jugadores. Igualmente, la vida no se detiene, porque en algún momento el ojo de la cámara está allí para mostrarnos un parto en vivo... sin montajes, sin nada artificial... todo es natural al cien por ciento.
Sin embargo, Vertov no se contenta con enseñarlos las cosas desde un punto de vista semejante al de nuestros propios ojos. Allí están presentes las exposiciones múltiples, las pantallas particionadas, breves congelamientos y ángulos casi imposibles para un ser humano. Y de forma inherente se nota el arduo trabajo del director y su hermano para conseguir que la gente se dejara filmar sin darse cuenta. Dicen las anécdotas que como era imposible esconder la enorme cámara, uno de ellos se encargaba de la distracción, aunque sin llamar tampoco demasiado la atención para que todo pareciera lo más natural posible.
Más allá del aspecto estrictamente social y político, las intenciones de Vertov fueron netamente cinematográficas. Él mismo declaró que quería acabar con todos los tópicos referentes al filme no documental, barriendo con todas las demás artes que habían influido en el cine desde sus inicios, sobre todo la música, la literatura y el teatro. Incluso se abstuvo de emplear intertítulos, dejando todo al libre albedrío de la audiencia, sin intentar dar alguna explicación de lo que hacía. En resumen, pretendía exponernos la vida tal como es, en cualquier época o lugar, pero con hincapié en todos los valores de la cámara, con todos sus artilugios y capacidad de manifestar múltiples acontecimientos en un breve período de tiempo, aunque con mucha intensidad, así como con la sinceridad que nos asegura que estamos viendo personas tal y como son. 

  

País: URSS
Director: Dziga Vertov (1896-1954)
Género: Cine experimental / Documental
Duración: 60 minutos

No hay comentarios:

Publicar un comentario