25 de enero de 2012

EL CABALLO DE HIERRO (1924)

Una historia de amor y pasiones enmarcada durante la conquista del Oeste, paisajes majestuosos y escenas cargadas de detalles, personajes netamente individuales frente al ciudadano norteamericano que progresa, la muerte vista como algo natural junto a momentos realmente cómicos… John Ford ya se vislumbraba como un director notable en la primera de sus grandes obras.


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Hasta inicios de los 1920’ John Ford se había dedicado a rodar únicamente cortometrajes, aunque eso sí, todos ellos ligados al Oeste. Paralelamente, hasta esos mismos años el Western, si bien era un género firmemente asentado en el público norteamericano, no pasaba de los líos de salón, los asaltos a los trenes, escaramuzas contra los indios, enredos amorosos sacados de los cuentos de hadas e introducidos en el interminable desierto de Norteamérica. Los héroes como Tom Mix y William Hart ya habían sucedido al legendario Billy Anderson, aportando ese toque mítico imprescindible en este tipo de películas. Sin embargo, la trama y argumento de estas realizaciones carecía de un contenido sólido y parecían estar hechas sólo para entretener a la audiencia. Todo cambiaría con el estreno de The Covered Wagon (1923), que relataba la historia de un vagón de tren que se encaminaba a California, y en la cual por primera vez se agregaban elementos pertenecientes a la historia de la conquista del Oeste. Con El Caballo de Hierro, Ford demostró todo su talento para continuar con este nuevo estilo, narrando el nacimiento del primer ferrocarril transcontinental en la década de 1860, desde Illinois hasta el Pacífico y construido a partir de la unión de los rieles de la Union Pacific Railroad y la Central Pacific Railroad que marchaban hacia el este y el oeste, respectivamente.
El director sabe manejar y diferenciar de manera brillante las distancias entre los dos ejes a través de los cuales avanza el film. La parte histórica se plasma muy bien, desde el momento en que los idealistas sueñan con unir los dos océanos y un Abraham Lincoln con sangre de estadista augura que la fusión del idealismo con el realismo (encarnado en los magnates inversionistas) será la base para el cumplimiento de tales sueños. Algunos años después, en plena Guerra Civil, se pone en marcha el proyecto y Ford nos enseña todas las peripecias que se debieron sufrir: importación de trabajadores chinos en muchos de los tramos, continuos ataques de los indios que eran repelidos inmediatamente cuando los obreros soltaban la herramienta y empuñaban un rifle en un cerrar de ojos, para después continuar con su labor como si no hubiera pasado nada, incluso en el caso que se sufrieran bajas. No faltó tampoco el hambre entre sus filas (con algunos motines de vez en cuando), pero justo en eso aparece la casi mítica figura de Buffalo Bill como la salvadora que les proporcionaba carne de búfalo. Por último, los indios son presentados casi como seres incapaces, niños que constituyen más un obstáculo natural que un enemigo real, que si ataca lo hace por hambre (cual manada de animales salvajes) o en todo caso son azuzados por algún blanco traidor que quiere sacar provecho de la coyuntura. En fin, son todos factores que tienen como finalidad exponer las dificultades sufridas por los pioneros para abrirse paso por un territorio tan hostil como inmenso. Las tomas amplias en las que percibimos la enormidad de los paisajes, yermos y casi desolados, frente a los cuales los seres humanos parecen hormigas, tienen una clara intención: mostrar la grandeza de Norteamérica. Huelga afirmar que muchos contemporáneos de la película debieron haber vivido aquella etapa ya en ese entonces sumida en la leyenda.
Esta trama netamente histórica, que se vislumbra claramente en la primera media hora de la obra después del prólogo, no desaparece del todo en el resto de la misma, pero es entonces que el argumento individual y personalista toma mayor renombre. Y es así que entra en escena el gran actor George O’Brien, haciendo el papel de Davy, joven que ha heredado de su padre asesinado el ideal de forjar una gran nación y que paralelamente a su lucha por cumplir ese sueño, lidiará con el villano que dio muerte a su progenitor y peleará por conquistar a su amada Miriam, de la que ha estado enamorado desde niño. En esta sección podemos ir advirtiendo diversas de las genialidades de Ford, como las intrigas bien logradas, la cámara que se mueve más rápido en las escenas que lo requieren (especialmente en el enfrentamiento final con los indios, donde incluso las mujeres cogen las armas y se suman codo a codo a la reyerta con los hombres), un espejo en el salón a través del cual vemos al malhechor Bauman planeando su próximo golpe, la naturalidad de los personajes frente a la muerte en general, una cámara situada en los mismos rieles y que enfoca mejor que nada el poderío del ferrocarril en todos sus aspectos, e incluso los tres veteranos de guerra que con su humor, equilibran el panorama emocional. De ese modo, la película no llega a ser ningún drama. En ningún momento nos sentimos angustiados por la crueldad intrínseca y presente en todo momento ni por las penurias de quienes vivieron allí (de eso se encargarían casi setenta años después Kevin Costner y Clint Eastwood). En la escena final, cuando en una fecha conmemorativa de mayo de 1869 se produce la ansiada unión de las vías férreas, estando presentes nada menos que las dos locomotoras originales de aquel magno evento, y los estadistas hundiendo un clavo dorado como señal de haber concluido el proyecto, no podemos sentirnos menos que admirados por la gran empresa acometida…

      

Duración: 133 minutos 
País: Estados Unidos
Género: Western
Director: John Ford (1894 – 1973)
Reparto: George O’Brien (Davy Brandon), Madge Bellamy (Miriam Marsh), Charles Edward Bull (Abraham Lincoln), Cyril Chadwick (Peter Jesson), Hill Walling (Thomas Marsh), Fred Kohler (Bauman), George Waggner (Buffalo Bill). 

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