8 de agosto de 2011

1895 - EL NACIMIENTO DEL CINE

        


Nos encontramos a fines del siglo XIX. El mundo vive una paz inquieta. Las potencias europeas están en paz desde 1871, pero en la “periferia” el imperialismo se expande a costa de la sangre de los colonos y los nativos. El Grito de Baire en Cuba, la guerra de los bóers en Sudáfrica, el primer enfrentamiento chino-japonés en Extremo Oriente, el fracaso de los soldados italianos en Abisinia, la carrera armamentista, los primeros movimientos socialistas… se incubaba la primera conflagración mundial. La tecnología y los avances científicos no se quedaban atrás: el canal de Kiel, el descubrimiento de los rayos X, la primera locomotora con aceite para el motor, el nacimiento de la ecología como disciplina. París no sería la excepción.
La Tercera República se estaba sacudiendo con uno de los mayores escándalos de la historia del país: el oficial judío Alfred Dreyfus había sido degradado y conducido a la Isla del Diablo en la Guayana porque aparentemente había entregado información confidencial al Estado Mayor Alemán. Toda Francia temblaba y las pasiones más exaltadas salían a la luz, temiéndose incluso que se desatara un conflicto que aún tendría que esperar casi veinte años más. 
Mientras tanto, los hermanos Louis y Auguste Lumiere trabajaban en su estudio de Lyon e inventaban el cinematógrafo (del griego kinema, movimiento, y graphia, escribir), un aparato sencillo que finalmente era capaz de proyectar imágenes en movimiento (a raíz de 15 imágenes por segundo) que funcionaba accionado por una manivela que arrastraba la película. Dicen que a Louis se le ocurrió en una noche de insomnio, pero el nombre de su hermano estaría agregado a la patente del 13 de febrero de 1895. 

File:Fratelli Lumiere.jpg   

En realidad, el invento de los hermanos Lumiere fue el desenlace de una aventura iniciada miles de años atrás. Ya un anónimo cavernícola de Altamira había pintado un bisonte de ocho patas tratando de representar el movimiento; se trataba de una pintura con vocación cinematográfica que expresaba el deseo del Hombre de aprehender el dinamismo de la realidad. Ramsés II en el exterior de uno de sus templos, Trajano en su famosa columna, Giotto en sus pinturas, fueron ejemplos de ese continuo deseo que se agudizaba con el pasar de los siglos. Los intentos no se limitaron al cincel o al pincel, pues podemos mencionar las sombras chinescas de la isla de Java y la linterna mágica de Athanasius Kircher en 1640, precursora del teatro de sombras.
Empero, el gran invento que marcó el inicio de las pruebas rumbo al nacimiento del cine fue la fotografía. Mientras ésta se perfeccionaba a lo largo del siglo XIX, el médico Peter Rogert presentaba en 1824 la tesis de la persistencia retiniana ante la Royal Society de Londres. Esta imperfección del ojo humano es la que genera la ilusión del movimiento, puesto que precisamente la inercia genera que las imágenes proyectadas durante una fracción de segundo no se borren instantáneamente de la retina, por lo que una rápida sucesión de fotos inmóviles, proyectadas discontinuamente, serían percibidas como un movimiento continuo. Ante este no tardarían en aparecer juguetes muy populares que fingían movimiento (fantascopo, zoótropo, estroboscopio). Estaban dispuestas entonces las dos premisas físicas para la emergencia del cine: fotografía y el principio de la persistencia retiniana.
El fusil fotográfico de Etienne Marey permitía tomar fotos sucesivas a gran velocidad; Edward Muybridge fue capaz de descomponer en 1878 la carrera de un caballo en 24 fotografías. Faltaba ahora sintetizar el movimiento a través de la proyección de las imágenes sobre una pantalla. Emile Reynaud desarrolló el praxinoscopio al perfeccionar el zoótropo mediante el empleo de un tambor de espejos, consiguiendo proyectar, después de otras mejoras, las imágenes (por reflexión) sobre una pantalla. Su invento fue llamado ‘Teatro Óptico’ después de su presentación en el Museo Grévin en París (1892) y fue el precursor de los dibujos animados. Entre tanto, en Estados Unidos Thomas Edison introducía la película de celuloide en 1889 con perforaciones para su arrastre; un artilugio transparente, resistente y flexible.
Así, con todos los materiales predispuestos, llegamos al punto en el que diversos científicos y técnicos pretenden atribuirse el gran invento definitivo, el resultado de todos los anteriores. La verdad es que no lo hubo, porque el cine, al igual que el avión, el submarino, el transbordador especial, la radio, la computadora y muchos más, fue un invento colectivo, en el que cientos de personas fueron partícipes, desde aquellos desconocidos hombres de la Edad de Piedra que plasmaron en las cavernas sus ideas de desplazamiento. Sin embargo, dado que los hermanos Lumiere llevaron a cabo la primera proyección pública, era preciso empezar con ellos.
Decidieron hacerlo en la capital, a pesar que casi todas las filmaciones se hubieran llevado a cabo en Lyon o en las cercanías. Clement Maurice, amigo de su padre Antoine, se encargó de encontrar el lugar idóneo, escogiendo nada menos que un saloncito en el sótano del Grand Café, número 14 del Boulevard des Capucines, elegante calle entre la Madeleine y la Ópera. Era un saloncito que hasta hacía poco había sido utilizado como sala de billar hasta que la Policía lo clausurara al considerar que se trataba de un terreno propiciador de la vagancia y de la ganancia inescrupulosa de dinero. Pero ello no importó a los Lumiere, quienes bautizaron el salón con el curioso nombre de Salon Indien. Las dimensiones reducidas del mismo tampoco fueron un impedimento, sino por el contrario, una conveniencia, porque de ocurrir un fracaso, éste pasaría inadvertido; un éxito provocaría aglomeraciones enormes en la puerta del local.
El siguiente paso fue conversar con el dueño del Café, un italiano llamado Volpini. Maurice y Antoine Lumiere se ocuparon de ese tema, pero el suspicaz empresario se negó a recibir el 20% de los ingresos ofrecidos, exigiendo 30 francos diarios y un contrato anual. No hubo otra opción y la moción de Volpini fue aceptada. Se eligió como fecha de primera presentación la semana de Navidad, considerando que eran días en los que la gente gustaba de pasear por los comercios, las boutiques y sentarse a tomar un café o comer un bocadillo. Se definió el precio de la entrada en un franco por sesión, las cuales se celebrarían cada media hora. En los cristales del Grand Café fue pegado un cartel anunciador, un poco extenso, en el que se explicaba en qué consistía aquel Cinématographe Lumiere y el nombre de las diez proyecciones.
Para la primera presentación, el 28 de diciembre, se repartieron algunas invitaciones para personajes cuya asistencia interesaba particularmente a los Lumiere. Entre ellos se encontraba Gabriel Thomas, director del Museo Grévin, Georges Mélies, director del Teatro Robert Houdin, y algunos cronistas científicos. Lamentablemente, sólo algunas de estas personalidades acudieron a la sala y su aspecto no era nada alentador a escasos minutos de empezar la proyección. Algunos vagabundos que no tenían nada que hacer, habían descendido al misterioso sótano, pero la mayoría se desanimaba al leer el complicado anuncio y daban media vuelta. La recaudación fue de 35 francos, apenas suficiente para cubrir el alquiler.
El escepticismo cundía en el salón cuando llegó el histórico momento. Las luces se apagaron y reinaba un tenso silencio. Pero entonces, como por arte de magia, un tenue haz cónico de luz brotó del fondo de la habitación, se estrelló contra la pantalla blanca e hizo aparecer, ante la estupefacción y desconcierto de los asistentes, la Plaza Bellecour de Lyon con montones de transeúntes y carruajes que salían de una fábrica. ¡Estaban moviéndose!
Entonces todo cambió. Todos aquéllos que no se quedaron pegados a sus asientos subieron de regreso las escaleras, salieron a la calle y llamaron a todos los conocidos que encontraban. Al día siguiente los periódicos parisinos colocaban la noticia en primera plana y embriagaban de elogios a los Lumiere y a su invento. Pronto Volpini descubriría que hubiera preferido elegir el primer contrato, cuando en las dos primeras semanas los ingresos de los hermanos ascendió nada menos que a 2500 francos, al tiempo que colas interminables se formaban en la puerta del café y llegaban hasta la calle Caumartin. Y esta recaudación improvisaba demostraba, ya en ese lejano 1896, a qué estaba destinado a convertirse el cine con el pasar de los años.
No obstante, pronto estas peliculitas serían apreciadas por su valor documental. Al fin y al cabo, representaban testimonios verídicos de la época, crónicas sociales, reflejos de una realidad que comenzaba a resquebrajarse a fines de la centuria. En “partida de naipes” vemos a miembros de la familia Lumiere encarnando una de las clásicas costumbres de la burguesía, entonces en su apogeo. “La salida de los obreros de la fábrica” era una serie de imágenes cargadas de contenido social justo en una época en que el proletariado ya se estaba organizando y precisamente en Francia se fundaba la Confederación General del Trabajo. “El jardinero” marcaría el inicio del cine cómico, cuando los bigotudos asistentes se carcajearon presenciando a un cándido regador de jardín a quien un niño le tomaba el pelo pisándole la manguera. “La demolición de un muro”, proyectada al revés, simbolizó el inicio de los trucajes cinematográficos, si bien no serían los Lumiere, sino uno de los asistentes a esa primera proyección, quien se convertiría en el maestro de los montajes.
¿Qué es lo que había impresionado tanto al público? En realidad, las diez peliculitas proyectadas sólo mostraban escenas de la vida cotidiana, vulgares e inocentes: la gente saliendo de la fábrica, un tren llegando a una estación, el mar, la demolición de un muro, una partida de naipes, el arribo de una convención a Lyon, etc. Escenas que podían verse fácilmente en la vida diaria, pero que en llamaban la atención por tratarse de imágenes fielmente reproducidas, con un movimiento aparentemente real que dejaba perplejos a todos, sobre todo porque al fin y al cabo, se trataba de fotografías que aparecían y desaparecían, produciendo un efecto mágico y en el fondo, irreal, de movimiento.
Pero después de todo, el filme que más éxito obtuvo en esa primera serie de proyecciones fue “La llegada del tren”, ciertamente por su excesivo realismo, quizás demasiado para la mentalidad pre-cinematográfica de la época. Todo comienza con una imagen de un andén de la estación de La Ciotat, pequeño pueblito de la Costa Azul, muy cercano a Marsella. Un tren a lo lejos que es sólo un punto en el horizonte... una estación aparentemente vacía, con gente arremolinada a la derecha en posición estática... entonces el punto crece y la locomotora toma forma... se acerca cada vez más... parece que se irá encima de los espectadores... y entonces comienza a detenerse... los pasajeros se movilizan... unos bajan del ferrocarril... otros suben... vemos a un joven algo despistado... dos señoras muy bien arregladas... un hombre mayor de saco y levita que baja de un vagón y mira hacia el público... la estación ha cobrado vida!
Todo parecería normal a simple vista, pero lo que marcó la diferencia en esta proyección fue la diversidad de encuadres, desde el general hasta el primer plano, debido a la profundidad de foco y al movimiento de la locomotora y de la gente del andén hacia o desde el ojo de la cámara, que se convertía por primera vez en un personaje de la filmación, o mejor dicho, en el mismo espectador. ¡Qué sensación tan espectacular… observar a un tren y a personas que se acercan, pero lejos de estrellarse con uno… simplemente, desaparecen! La primicia, la tecnología inédita y el hechizo del ferrocarril que ya había inspirado a genios como Monet, Cezanne y Van Gogh, se conjugaban dentro de una maquinita denominada en ese entonces ‘Física Recreativa’ y que para muchos estaba ya destinada a imprimir la vida y originar una auténtica revolución en el arte contemporáneo.
Se proyectaron muchas filmaciones más y el éxito superó formidablemente las expectativas. Los ingresos permitieron rodar más películas, pero ya no sólo en los limitados horizontes galos. Los artífices de esta genialidad no tardaron en remitir a numerosos operarios por todo el mundo, así que pronto fueron llegando a París escenas exóticas de la coronación del Zar Nicolás II, tuaregs del Sahara, desfiles en torno a la Ciudad Prohibida, imágenes bélicas en Cuba y Sudáfrica, lugares recónditos del África, la India, México, las Pirámides, los Andes… Ya en 1897 arribaban al estudio de los Lumiere las cintas que Edison producía en Norteamérica. La competencia era ya un hecho… lo mismo que la industria del cine, destinada a revolucionar al arte y a toda la sociedad humana por igual.

                          


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